En el post anterior, mencioné que desempolvaba una crónica que había caído en el olvido de la bandeja de borradores. Acá traigo otro texto que escribí originalmente en inglés —y publicara, en noviembre de 2016, NBC News—. Hasta ahora no había tenido tiempo, ganas o energía para traducirlo, como tampoco traduje al español mi parodia a Donald Trump (como tampoco traduje al inglés mi parodia a Fidel Castro, ambas con la música y melodía de la primera canción de Hamilton). Pero, como más vale tarde que nunca, aquí va el texto. La ilustración es de Alen Lauzán. La opinión es mía.
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En nombre de la imparcialidad
En la primera clase que impartí el 9 de noviembre de 2016, escribí en la pizarra los porcentajes de votos del colegio electoral y les dije a mis estudiantes que si nuestra clase era un microcosmos que reflejaba la nación, entonces aproximadamente la mitad de los presentes estaría feliz y el resto andaría triste con los resultados. Diseccioné el origen grecolatino del término democracia (demos + kratia, lo que podría traducirse mal y pronto como “el gobierno del pueblo”). Les hablé de la importancia de tener opciones, y de cómo en mi Cuba natal, tenemos elecciones esporádicas en las que los votantes pueden elegir entre el único candidato del único partido político legal. Hubo algunas risas. Esta broma nunca falla, pero lo triste del caso es que no es una broma. Acto seguido, les pedí a ambos lados del cisma ideológico que reconocieran que sus compañeros de clases posiblemente tendrían diferentes emociones a las suyas y los invité a tratarse cordialmente entre sí. Luego di paso a mi plan de enseñar lengua y literatura, y comencé preguntándoles por qué cada una y ambas eran importantes.
Esto lo hice en todas mis clases. En una de ellas, uno de mi estudiantes me preguntó si habría dado el mismo discurso en caso de que Hillary hubiese ganado las elecciones. Le agradecí su pregunta tan considerada, y le aseguré que sí. Mi compromiso con la educación se extiende a estudiantes republicanos, demócratas y de terceros partidos, y me ocupo y preocupo con el bienestar de todos. No me interesa en lo absoluto adoctrinar a mis pupilos. Si acaso, me propongo inculcarles el deseo de cuestionar la realidad, el status quo y defender sus convicciones.
Insisto mucho en esto pues yo sí sé lo que es el adoctrinamiento. La tan llevada y traída educación gratuita cubana ni es gratis ni merece el bombo y el platillo que le dan mares allende. El Artículo 3 de la Constitución Socialista de Cuba (enmendado en 2002), establece que “el socialismo (…) es irrevocable, y Cuba no volverá jamás al capitalismo”. El Artículo 39 del mismo documento dicta la “política educativa y cultural” de la isla y propone “promover la educación patriótica y la formación comunista de las nuevas generaciones”. Como el régimen cubano tiene cierta predilección por el humor involuntario, el acápite siguiente nos ofrece esta perla: “es libre la creación artística siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución”.
Estas citas del Evangelio Socialista ayudarán a explicar que cuando me enseñaron la letra “F” en primer grado, este era solo el primer paso para que aprendiera a deletrear la más venerada de las palabras en la Cuba comunista: Fidel. Hago este interludio para aclarar que soy un producto del sistema de educación cubano, del mismo modo que soy un producto de todo cuanto he hecho en mi vida por desprogramarme de su doctrina. Para librarme, he escrito libros, ensayos, artículos de opinión y hasta poemas satíricos en los que he condenado la sistemática violación de los derechos humanos perpetrada por los hermanos Castro.
Si eres un cubano-americano de derechas o una persona que haya votado por Trump y has leído hasta aquí, antes de que me acuses de ser un izquierdista acérrimo o un comunista tapiñado, permíteme ofrecerte estas credenciales: nací y crecí en el comunismo y huí de este en busca de mi tierra prometida. He criticado a Obama y su ingenuo deshielo en las relaciones de Estados Unidos con la más larga (y aún activa) dictadura a este lado del océano Atlántico. Soy miembro de la junta directiva de Archivo Cuba, una iniciativa que documenta las muertes y desapariciones producto de dos dictaduras consecutivas (Batista: 1952-1958 y Castro: 1959-20??). Ten por seguro que valoro la libertad (tu libertad, mi libertad) de objetar a las decisiones de un presidente en funciones, del mismo modo que valoro el derecho (tu derecho, mi derecho) de objetar al tono y al contenido del próximo inquilino de la Casa Blanca.
Escribo esto pues será cada vez más difícil mantenerse imparcial en frente de la clase. La misión de mi escuela establece que “contribuiremos al mundo individuos comprometidos que demostrarán una pasión por el aprendizaje, un estándar de excelencia y una generosidad de espíritu”. Esto me conduce a una pregunta abrumadora: ¿qué hacemos cuando nuestro propósito pedagógico y la retórica del presidente electo son mutuamente excluyentes? Temo que las generaciones más jóvenes van a sufrir producto de la gradual normalización de un hombre cuya campaña presidencial comenzó acusando a los inmigrantes mexicanos de ser unos violadores y casi concluyó con la revelación de que el candidato se jactaba de que su fama le permitía “agarrar a las mujeres por el coño”. (Entiendo que la frase anterior del cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos es harto vulgar. Perdónenme por repetirla. Pero los eufemismos, las falsas equivalencias, la apatía, entre otros ingredientes, nos han puesto en bandeja dorada a nuestro flamante nuevo líder).
Mario Cuomo alguna vez declaró que los políticos hacen campaña en poesía y gobiernan en prosa. Donald Trump hizo campaña en el vituperio. Queda por ver cómo se comportará una vez que ponga un pie en la Oficina Oval. A decir verdad, no ardo en deseos de verlo. Pero esto me conduce a mi dilema de cara al estudiantado: mi objeción contra Donald Trump no es ideológica. Es moral. Si el objetivo primordial de la educación es darles a los estudiantes las herramientas para distinguir entre el bien y el mal, ¿qué les debo a mis alumnos? ¿Les hago un flaco favor si opto por no reconocer el elefante de pelo naranja que se ha instalado en la habitación?
Como vivo en una democracia, no pedí, ni tampoco necesito ni me interesa el visto bueno de mi administración escolar para expresar abiertamente mi opinión en sociedad. ¿Pero qué hay con lo que digo en clase? ¿Dónde trazaremos la línea los maestros? Sospecho que si hacemos de la vista gorda vamos a perjudicar a nuestros jóvenes. No hay que olvidar la advertencia del difunto Elie Wiesel: “Siempre hay que tomar partido. La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio estimula al verdugo, nunca al afligido”.
Luego de meses de encierro voluntario —lo menos que puedo hacer para evitar la propagación del coronavirus— y mientras hacía algunos ajustes en el blog, encontré esta breve crónica, que escribí hace poco más de un lustro y que aún no entiendo por qué motivo(s) ha estado desde entonces en la bandeja de borradores. La desempolvo y se las dejo a continuación, deseándoles un 2021 en el que puedan viajar y reunirse con sus seres queridos y que estén a salvo de todo tipo de pandemias, despotismos, pesadillas y sueños de la sinrazón.
14 de diciembre de 2014
Después de par de horas de viaje, decidimos hacer un alto para almorzar en un diner en Connecticut. Al salir de la carretera, notamos que íbamos a hacer la parada en Newton, testigo de una de las más recientes masacres de este país en las que un tipo armado hasta el paroxismo abre fuego sobre sus congéneres. Se me pusieron los pelos de punta y no pude ni quise evitarlo. Tampoco pude ni quise evitar el pueblo fatídico.
Al entrar al restaurante, noté —con el descuido de quien nota una nube pasajera— que era el único comensal cuyo tono de piel desentonaba con el resto. No le hice mucho caso al detalle. La gente era amable y el hambre dictaba nuestros actos.
Nos sentaron. La camarera nos trajo agua y unos minutos más tarde se apareció con el pedido. Con el almuerzo a medio terminar, eché una ojeada al recinto y decidí que no me sentía incómodo. Fue una decisión consciente, del mismo modo que comer sushi y que me gustara lo había sido una década atrás.
Solo cuando nos retiraron los platos, reparé en que, como es menester en estos sitios, los manteles en la mesa eran de papel y tenían anuncios de negocios locales. Plomeros, abogados, dentistas y otras especies competían por la atención del consumidor. Descuentos, ofertas especiales, exclusivas, y aun así, el que recordaré por mucho tiempo anunciaba un campo de tiro.
La bandera que me hizo mi hijo… sin que yo se lo pidiera. Imperfecta, descolorida, entrañable, con piezas que le faltan, como Cuba misma.
Este ha sido un año inusual. Y eso también es aplicable a los aconteceres en Belascoaín y Neptuno. En 2020, sólo había publicado una entrada (en enero, ¡¿se acuerdan de enero de 2020?!). El motivo es sencillo: en poco más de una década de mantener este cajón de sastre al cual vienen a parar mis ideas de “La cosa cubana” me he tomado algunos descansos para evitar repetirme y, también, porque es más fácil no pensar en Cuba. Es más fácil no escribir de Cuba. Duele menos. (Me perdonan el pathos. No olvidemos que aquí y ahora se habla de aquella isla y su maldita circunstancia).
La familia, la amistad, la escritura, la traducción, el humor, el salón de clases, a veces la guitarra, el bálsamo de la rima, el alarido en las redes sociales (que puede ser el proverbial grito en el bosque que nadie escuchó) y cualquier otra artimaña que ahora omito suelen servirme de aliciente. Porque la verdad es que, cada día más, a mí Cuba me descorazona. Me escapé de su dictadura hace más de 20 años pues ya no podía imaginar mi vida en aquella prisión con forma de caimán dormido. Y al repasar a vuelapluma lo que he escrito en esas 1546 entradas que han aparecido en estos lares desde febrero de 2008 me desconsuela comprobar que el cuartico está igualito. Pero eso no es del todo preciso: hay ciertos destellos —como ese despertar cívico que se anuncia en el Movimiento San Isidro— que me invitan a creer en la posibilidad de una Cuba en la que disentir de la ideología del gobierno no constituya un crimen, una Cuba en la que el régimen no inste a la población a esa mancha en el expediente nacional que son los actos de repudio, una Cuba de la que la juventud no se fugue —en balsas improvisadas, en camiones, en avión (ya sea en cabina o el tren de aterrizaje), en cajas de DHL—, una Cuba en la que envejecer y envilecer no sean sinónimos, una Cuba en la que no tengamos rehenes sino familia, una Cuba a la que no tenga que decirle a mi hijo que no vaya cuando llegue a la adultez y quiera entender por qué su padre —después de más de dos décadas de exilio— todavía no soporta que un comensal le deje comida en el plato.
Eso de no pensar en Cuba es una boutade. Y, se entiende, una imposibilidad. Para no ir más lejos, este año escolar lo comencé con la lectura de 50 lecciones de exilio y desexilio —ese gran libro de Gustavo Pérez Firmat del cual escribiré en el futuro— y traje (gracias a Zoom) al autor a conversar con mis estudiantes. En el mismo espíritu, el próximo semestre veremos En un rincón del alma, el documental que Jorge Dalton hiciera sobre Eliseo Diego, alias “Lichi”. También nos visitará Enrique Del Risco, para hablarnos de esa exquisitez suya que es Turcos en la niebla, o de lo que se le ocurra.
No todo es Cuba, obvio. Entre octubre y diciembre pasaron por mi salón de clases virtual varias autoras conectadas a la antología Escritorxs salvajes —Melanie Márquez Adams, Teresa Dovalpage, Dainerys Machado Vento, Violeta Orozco, Anjanette Delgado— cuyos textos habíamos leído, disfrutado y comentado con antelación. Todas nos dejaron momentos memorables. Y cada una merece una oda y mi gratitud infinita por su obra y por venir a inspirar a mis estudiantes. Pero, en la premura, destaco un instante que me retrata y capta, como un bolero, lo que siento por aquella tierra de la que huyeron estas plantas. Durante la visita de Machado Vento —que vino a hablarnos de ese gran libro que es Las noventa Habanas (del cual también escribiré más adelante), así como de algunos ensayos y entrevistas al margen—, mientras dialogábamos de nuestras respectivas Habanas y sus tantos puntos de contacto y la autora respondía a las preguntas de mis estudiantes, le recordé a mi clase que «del mismo modo que el dolor por Cuba es crónico, la esperanza es cíclica». (Una vez más, perdonen el pathos).
Y ese ciclo de la esperanza se reactivó el 30 de noviembre. Desde entonces, publiqué a diario y el saldo nos deja: 29 décimas, un soneto, un comentario sobre Rompan todo —la serie de Netflix a la que le debo un texto más extenso—, una noticia falsa en el día de los inocentes, un compendio de inocentadas y esta explicación que nadie ha pedido. Para ponerlo en perspectiva: publiqué más posts en esta treintena de días que entre los años 2015 y 2019 (que acumularon, entre todos, un total de 25 entradas).
Ignoro cuánto me dure el impulso. No sé hasta cuándo sea sostenible esta doble vida en la que tengo los pies en Nueva Jersey y la expectativa en Cuba. Sólo sé —con los sofistas— que jamás, en la vida en el éter de este blog, había escrito una entrada diaria durante todo un mes. Ya veremos qué nos depara el futuro.
A quienes me conocían y regresaron a estos predios que también son suyos, a quienes me visitaron por primera vez, a quienes me leyeron a escondidas (en el trabajo, ¡en Cuba!), a quienes compartieron mis textos en las redes, a quienes me leen en la isla, a quienes me leen en cualquier confín inimaginable del planeta desde el cual viven su Cuba propia, a quienes dejaron un comentario, a quienes se abstuvieron de comentar, a quienes se reconocen en algo de lo que he revelado en esta bitácora, a quienes pasan por este blog ante la imposibilidad de caminar por Belascoaín y Neptuno, aquella entrañable —para mí— esquina habanera: ¡gracias!
En el 2021 que se nos viene encima, les deseo salud y prosperidad, que belleza sobra.
Lo primero: es tradición en la prensa española gastarle alguna broma a la audiencia en el Día de los inocentes. Lo que quiere decir que esto, que es una bitácora de notas al vuelo, se presta para la gracia y, por tanto, me permite, una vez al año, difuminar esa línea que separa a la ficción de la realidad.
Lo segundo: no fueron pocos los amigos, conocidos y lectores de este blog que se creyeron el post de ayer. Y cualquiera los entiende. No es difícil imaginar que el régimen cubano —que se ha hecho a imagen y semejanza de alguno de los círculos del infierno dantesco— quiera cambiar hasta la dirección en la que crecen los girasoles.
Por último: las inocentadas que he echado a rodar por estos lares han tenido un tema común: el castrismo y lo perjudicial que es el sistema comunista a tres sistemas básicos —el nervioso, el cardiovascular, el digestivo— y la cadena puerto-transporte-economía-interna. Como habrán notado, mi foco han sido intelectuales orgánicos, nuevos modos de la infamia —una cerveza revolucionaria, un “app” para facilitarles la delación a los chivatos— o miembros de la estirpe de Lina Ruz. Confieso que hacer la mímica de la verborrea de Mariela Castro, Silvio Rodríguez o Miguel Barnet o incluso el súper-nieto es todo un desafío. Pero me he dado banquete en el proceso.
Como recordar es volver a vivir y a propósito de la inocentada de ayer, aquí les dejo los posts publicados en este blog en el día de los inocentes.
En 2009: La razón del tocororo, una crónica de la presentación, en uno de los salones de la Biblioteca Nacional “José Martí”, de un poemario hasta entonces inédito del “General-Presidente”.
[Pueblo de Cuba] ¿Cómo un bastardo, barbudo, infame, déspota, hijo de una puta y un ñame, nacido con el nombre de Hipólito, en Birán, sembró ponzoña en este pueblo, como un alacrán?
Interrumpo esta insólita racha de décimas para acusar recibo de la más reciente —y alucinante— iniciativa del régimen de los Castro, que, por lo visto, luego de proponer avestruces, jutías, cocodrilo y curieles para la cada vez más post-apocalíptica dieta de los cubanos, se ha lanzado a una nueva conquista: ¡¡cambiar el calendario gregoriano!! Si lo entendí bien, a partir del próximo año, ¡el nuevo día tendrá 32 horas! ¡Y cada hora durará 45 minutos! No tienen que sacar cuentas: equivalen a… ¡los mismos 1440 minutos diarios de hoy! Lo hacen para marear la perdiz. Que ya ni saben en qué (hacernos) perder el tiempo.
Huelga decir que esto es una ridiculez total. Pero lo digo. Sin embargo, la movida no ha de extrañarnos de un gobierno que desde sus albores comenzara fusilando, reprimiendo, exiliando, confiscando, inventando constituciones, partiendo a la nación en dos, trocando anillos de oro por ventiladores rusos y joyas por Ladas y polaquitos, redistribuyendo límites territoriales y añadiendo provincias al mapa como quien espolvorea condimentos en un ajiaco. Las seis provincias que devinieran catorce y más tarde quince inspirarían a Hugo Chávez a cambiar el nombre de la república y hasta la bandera de Venezuela. Aun así, el régimen cubano —todavía celoso de aquella ocasión en que el dictador venezolano retrasara media hora los relojes del país “para ahorrar energía eléctrica”— ahora se lanza a modificar una nueva dimensión: ¡la temporal!
Me limito a copiar y pegar el correo que me llegó anoche, de fuente que me reservo, por aquello de que en silencio ha tenido que ser. Por lo pronto, saquen sus propias conclusiones. Y si alguien tiene noticias más recientes o concretas, que lo diga en los comentarios.
El #212 de la calle Belascoaín, esquina a Neptuno, fue mi última residencia en Cuba, de donde me fugué en 1999. En vista de que perdí ese espacio en el mundo real, me lo he apropiado en el éter nuestro que está en todas partes.