Luego de meses de encierro voluntario —lo menos que puedo hacer para evitar la propagación del coronavirus— y mientras hacía algunos ajustes en el blog, encontré esta breve crónica, que escribí hace poco más de un lustro y que aún no entiendo por qué motivo(s) ha estado desde entonces en la bandeja de borradores. La desempolvo y se las dejo a continuación, deseándoles un 2021 en el que puedan viajar y reunirse con sus seres queridos y que estén a salvo de todo tipo de pandemias, despotismos, pesadillas y sueños de la sinrazón.
14 de diciembre de 2014
Después de par de horas de viaje, decidimos hacer un alto para almorzar en un diner en Connecticut. Al salir de la carretera, notamos que íbamos a hacer la parada en Newton, testigo de una de las más recientes masacres de este país en las que un tipo armado hasta el paroxismo abre fuego sobre sus congéneres. Se me pusieron los pelos de punta y no pude ni quise evitarlo. Tampoco pude ni quise evitar el pueblo fatídico.
Al entrar al restaurante, noté —con el descuido de quien nota una nube pasajera— que era el único comensal cuyo tono de piel desentonaba con el resto. No le hice mucho caso al detalle. La gente era amable y el hambre dictaba nuestros actos.
Nos sentaron. La camarera nos trajo agua y unos minutos más tarde se apareció con el pedido. Con el almuerzo a medio terminar, eché una ojeada al recinto y decidí que no me sentía incómodo. Fue una decisión consciente, del mismo modo que comer sushi y que me gustara lo había sido una década atrás.
Solo cuando nos retiraron los platos, reparé en que, como es menester en estos sitios, los manteles en la mesa eran de papel y tenían anuncios de negocios locales. Plomeros, abogados, dentistas y otras especies competían por la atención del consumidor. Descuentos, ofertas especiales, exclusivas, y aun así, el que recordaré por mucho tiempo anunciaba un campo de tiro.
Pagamos y nos fuimos.
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