
Este ha sido un año inusual. Y eso también es aplicable a los aconteceres en este blog. En 2020, sólo había publicado una entrada (en enero, ¡¿se acuerdan de enero de 2020?!). El motivo es sencillo: en poco más de una década de mantener este cajón de sastre al cual vienen a parar mis ideas de la cosa cubana me he tomado algunos descansos para evitar repetirme y, también, porque es más fácil no pensar en Cuba. Es más fácil no escribir de Cuba. Duele menos. (Me perdonan el pathos. No olvidemos que aquí y ahora se habla de aquella isla y su maldita circunstancia).
La familia, la amistad, la escritura, la traducción, el humor, el salón de clases, a veces la guitarra, el bálsamo de la rima, el alarido en las redes sociales —que puede ser el proverbial grito en el bosque que nadie escuchó— y cualquier otra artimaña que ahora omito suelen servirme de aliciente. Porque la verdad es que, cada día más, a mí Cuba me descorazona. Me escapé de su dictadura hace más de 20 años pues ya no podía imaginar mi vida en aquella prisión. Y al repasar a vuelapluma lo que he escrito en las 1896 entradas que han aparecido en estos lares desde febrero de 2008 me desconsuela comprobar que el cuartico está igualito.
Pero eso no es del todo preciso: hay ciertos destellos —como ese despertar cívico que se anuncia en el Movimiento San Isidro— que me invitan a creer en la posibilidad de una Cuba en la que disentir de la ideología del gobierno no constituya un crimen, una Cuba en la que el régimen no inste a la población a esa mancha en el expediente nacional que son los actos de repudio, una Cuba de la que la juventud no se fugue —en balsas improvisadas, en camiones, en avión (ya sea en cabina o el tren de aterrizaje), en cajas de DHL—, una Cuba en la que envejecer y envilecer no sean sinónimos, una Cuba en la que no tengamos rehenes sino familia, una Cuba a la que no tenga que decirle a mi hijo que no vaya cuando llegue a la adultez y quiera entender por qué su padre —después de más de dos décadas de exilio— todavía no soporta que un comensal le deje comida en el plato.
Mi esperanza se reactivó el 30 de noviembre del año pasado. (Me tomó unos tres días digerir esa belleza que fue el 27 de noviembre). Desde entonces, para decirlo en octosílabos, he publicado:
Tres centenares de rimas,
un puñado de canciones,
ensayos, cavilaciones
para que leas e imprimas,
para cuando te deprimas,
para soñar el idilio,
para brindarte mi auxilio,
para recordar a Cuba,
ese dolor que se incuba
con los años y el exilio.
Ignoro cuánto me dure el impulso. Quiero creer que mientras Díaz Canel y su dictadura no se cansen de reprimir, no me cansaré yo de condenarlos.
A quienes me conocían y regresaron a estos predios que también son suyos, a quienes me visitaron por primera vez, a quienes me leyeron a escondidas —en el trabajo, ¡en Cuba!—, a quienes compartieron mis textos en las redes, a quienes me leen en la isla, a quienes me leen en cualquier confín inimaginable del planeta desde el cual viven su Cuba propia, a quienes dejaron un comentario, a quienes se abstuvieron de comentar, a quienes se reconocen en algo de lo que he revelado en esta bitácora, a quienes pasan por este blog ante la imposibilidad de caminar por Belascoaín y Neptuno, aquella entrañable —para mí— esquina habanera: ¡gracias!
***
Nota bene: Aquí puedes leer la entrada de este día hace exactamente un año. Si sientes que me repito, recuerda que más se repite la realidad cubana.
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