
La carrera del teniente coronel Hugo Chávez no empieza ahí, pero alcanza triste notoriedad cuando en 1992 intenta dar un golpe de estado en su Venezuela natal. La intentona golpista fue un fracaso, y el militar cumplió una breve condena por ello. No sería este el punto más bajo de su vida política ni su mayor fiasco.
En 1998, entró al juego democrático —pues la democracia, que es grande y sabia, contempla su propia destrucción—, y llegó al poder (que asumiría en 1999) mediante las urnas. Desde entonces, se alió a Fidel Castro (a quien antes había llamado dictador). Ya tendría tiempo en el futuro de aliarse a Ahmadinejad y otras prendas de ese lodazal.
El matrimonio por conveniencia con el dictador cubano era un pacto redondo (similar a la relación de mutualismo entre el tiburón y el pez pega): Castro le daba legitimidad ideológica y Chávez le devolvía a cambio petróleo en ingentes cantidades. Pero ese canje de oro por espejitos no convierte a Chávez en un dictador. Eso lo hace un despilfarrador y un presidente irresponsable que malgasta los recursos de su pueblo. Lo que lo hace un dictador es que una vez en el poder empezó a limitar los derechos civiles y políticos de los venezolanos. Como todo dictador que se respete, se valió de la deshumanización para catalogar a sus enemigos. Los convirtió en no-personas, tomando nota del sátrapa barbudo que había acuñado el término gusano para referirse a quien no profesara su credo.
Chávez fue buen aprendiz del curso acelerado para tiranos: supo mentir desde el principio. Y se erigió a sí mismo en candidato de la Patria con p mayúscula, esa aberración de patio de colegio. Sabedor de que en cuestiones de madurez política algunos sectores de América Latina no han salido de la más inocente infancia, su discurso, mesiánico, por demás, fructificó en la tierra baldía. Y hubo quien creyó que si en las elecciones votaba contra él, votaba contra la patria. Votaba contra la Salvación de la Patria. Votaba contra el Salvador.
Si los césares nombraron los dos meses largos del verano y su mentor caribeño cambió la división geográfica de Cuba (¡en dos ocasiones!), Chávez no quiso ser menos: le dio un nuevo nombre oficial a Venezuela y en un momento de ocio modificó el diseño de la bandera nacional.
Como los dictadores lo son de por vida, se valió de una artimaña para poder postularse a la presidencia hasta el infinito. En el primer referendo, el pueblo venezolano dijo no. Dieciocho meses más tarde, lo repitió. Luego de multar y cerrar canales de radio y TV afines a la oposición, con un control mayoritario de los medios de comunicación y apoyándose en el adoctrinamiento que los médicos y el personal cubano estaban aplicando en las áreas más necesitadas del país, en la segunda ocasión de la consulta popular ganó el sí, dándole la posibilidad de ser presidente vitalicio. No se autodenominó la encarnación de Apolo pues ya el título lo ostentaba Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus, alias Calígula.
Exportó el oro negro a Cuba y de ella importó la miseria. “¿Cómo es eso de que los Castro han hambreado al pueblo cubano durante más de medio siglo?”, se preguntó, y con un chasquido de dedos hizo desaparecer la harina P.A.N. de los predios de Doña Bárbara.
Su más reciente trompetilla a la Constitución que juró respetar fue la ausencia a asumir el cargo presidencial el 10 de enero de 2013. Al no hacerlo, debía claudicar, pero siguió gobernando desde Twitter y aferrándose al poder como mismo se aferraba a la vida. En sus días finales, sostuvo reuniones de cuatro y cinco horas con sus colaboradores más cercanos, como mismo los niños juegan largo y tendido con los unicornios y otras criaturas mitológicas.
Murió quién sabe cuándo, quién sabe dónde, quién sabe bajo qué circunstancias. El gobierno venezolano anunció su deceso el mismo día en que el Washington Post publicó el testimonio de Ángel Carromero en el que confiesa que la muerte del líder opositor cubano Oswaldo Payá no fue producto de un accidente, como ha alegado hasta el momento el régimen de los hermanos Castro.
En el largo currículo populista de Chávez brilla una perla: fue conductor del programa “¡Aló, Presidente!”, en el cual cantó más de un joropo y dijo más de una idiotez. Su cuenta en Twitter no se ha enterado de su muerte.
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Doña Bobadilla:
Si tiene suscripción al blog, con cancelarla basta. Y no regrese. Aquí no se echan de menos sus estupideces.
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Primero ¡estupendo comentario¡ mis felicitaciones a mi me encantó¡ y con respecto a esa señoraBobadilla de hoy en adelante Boba lo de dilla quedará para eso ¡ladilla¡
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